sábado, 30 de julio de 2011

«Odio todo lo que se interpone entre tu cuerpo del mío, aún así sea aire»


—Juana la Loca.

Gabriel, todas las noches que se lo podía permitir, acudía a la alcoba de la humana para contemplar como su cabello rubio dorado caía sobre su almohada creando un río de aguas de oro. El pecho de ella, Isabel, subía y bajaba rítmicamente. Gabriel cerró los ojos y empezó a contabilizar las serenas respiraciones de la chica; aquello era lo único capaz de ot
orgarle la paz que él tanto anhelaba.

«Quisiera poder estar con ella —pensó pesaroso acariciando las pálidas plumas de sus alas—. Me gustaría poder tocar su incitante piel y memorizar su textura». Pero aquello era una pretensión prohibida puesto que a los ángeles no se les era concedido el privilegio de relacionarse con aquellos que no eran de su especie
.

Gabriel suspiró examinando sus alas con odio. «¡¡Ojalá desaparecierais!! —gritó internamente—. ¡No me hacéis falta para nada!»

Inesperadamente en sus oídos se coló el sonido de unas bisagras viejas y oxidadas. Se le pusieran pelos de punta. Apretó los dientes trata
ndo de contenerse.

—¿Tanto las odias? —inquirió alguien a su espalda. Gabriel saltó asustado y se giró sobre sí mismo buscando al responsable de aquel estruendo. Isabel se terminaría despertando si aquel ser seguía haciendo tanto ruido.

Pudo vislumbrar a través del hueco de la ventana unos o
jos borgoñas insólitamente oscuros, los cuales se encontraban protegidos tras unas espesas pestañas negras y unas cejas gruesas y pobladas.

—¿Quién eres? —interrogó Gabriel entre asombrado e insultado. Mantuvo su vista clavada en los rasgos marcados de aquel rostro extrañamente agraciado. Su tez era tan pálida que parecía mármol.

—Mi nombre es Konhat —los ojos de aquel tipo le escudriñaro
n de arriba abajo antes de añadir con vehemencia—. ¿Qué es lo que le encuentras tan interesante a la humana?

Gabriel, sorprendido por aquella pregunta se encogió de hombros dejando que su flequillo le tapara sus ojos color celeste. Aquel tipo parecía peligroso y Gabriel no tenía ganas de tentar a su suerte.

—Está sucia —espetó Konhat sonriendo con sorna; como si ello fuera de su agrado—.Las almas corrompidas no tienen ningún valor.

Gabriel no escuchó aquellas palabras, estaba extasiado por el tinte rosado de los labios de la chica. Quería tocarlos. ¿Cómo se sentirían al tac
to?, ¿serían suaves? La mano de Gabriel se extendió, y, antes de tomar contacto con la boca femenina se detuvo en seco.

En el fondo de la habitación se podía vislumbrar el brillante cabello de Isabel, el cual se agitaba de un lado para otro húmedo por el sudor. Su cuerpo, sin ningún tipo de ropa que lo resguardara, se agitaba de arriba abajo al compás de unas respiraciones irregulares y frenéticas. Debajo ella estaba un tipo, de unos cincuenta años de
 edad, extasiado porque la entrepierna de aquella joven se deslizara sobre su falo. Su miraba hambrienta oscilaba entre la coyuntura de sus partes y los tambaleantes pechos de pezones rosados de Isabel.

—¡Quiero escucharte gemir! —le ordenó él con voz de pito.


Ella lo hizo, contemplando de reojo el fajo de billetes que descansaban en su mesita. Cien euros por aquello. Se mordió la lengua, reteniendo sus ganas de vomitar.

Cerró los ojos y continuó con su trabajo; si seguía observando aquel pecho peludo y cano terminaría echando la cena.

Gabriel retrocedió conmocionado.

—No puede ser… —musitó intentando encontrar la voz.

Konhat sonrió con sorna peinando las hebras oscuras de su cabello. Retiró un mechón negro que le dificultaba la visión.

—Y bien. ¿Ahora sigues pensando lo mismo de la humana?


Gabriel no contestó. Se mantuvo impertérrito; tieso como un palo. Estaba alterado por la escena que acababa de presenciar. Abrió la boca como lo haría un pez dentro de una pecera para extraer el oxígeno del agua. Se sentía idiota.

—Isabel… —sólo atinó a decir eso. El delicado rostro de la chica estaba en su cabeza; tan hermosa… y aún así él no alcanzaba a apreciarla como lo hacía antes. Estaba sucia.

—Las apariencias engañan —sentenció Konhat con regodeo. Gabriel chilló dolido por el tono divertido en el que Konhat pronunció aquella frase. Furioso, dejó salir parte de su ira.

—¡¡Es mentira!! ¡Me estás engañando! ¿¡Por qué me has puesto e
sa imagen de ella en mi cabeza!? —gritó él angustiado.

Konhat se encogió de hombros con aparente indiferencia.

—Yo sólo retiré la venda que tenías en tus ojos.

Gabriel en aquellos instantes era incapaz de pensar como lo haría una persona cuerda. Konhat le había arrebatado el ideal que tenía de la mujer a la que amaba, y lo único que podía hacer ante ello era dejarse ahogar en la rabia que le producía aquella situación.

—¡Demonio! ¡Eres un demonio que intenta atraparme en su quimera!

La pupila de Konhat parecía haber absorbido por completo el iris d
e sus ojos.

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